“Somoza en Paraguay. Vida y muerte de un dictador”

El día en que un lanzacohetes abrió grietas en el muro de la dictadura

Había que estar allí, para ver los rostros desencajados y asustados del entonces ministro del Interior de la dictadura stronista, Sabino Chanchito

Augusto Montanaro, y de su lúgubre colaborador, el jefe del Departamento de Investigaciones de la Policía de la Capital, Pastor Milciades Coronel, ambos parados al lado del Mercedes Benz color blanco, totalmente destrozado en medio de la avenida.
Ambos jerarcas del régimen estaban lívidos, completamente shockeados, como bien se puede observar en varias de las fotos que publicó la prensa de la época.
El ex dictador nicaragüense Anastasio Tachito Somoza Debayle, uno de los “huéspedes” mundialmente más famosos del dictador Alfredo Stroessner, acababa de ser asesinado en un violento atentado, cometido por un grupo de desconocidos, y ellos, los máximos responsables de la seguridad de un sistema político que se proclamaba como un muro de vigilancia infranqueable… ¡habían sido tomados totalmente de sorpresa!
Era la mañana del 17 de setiembre de 1980 y el Paraguay entero estaba conmocionado. Aproximadamente a las 9:55, sobre la venida Generalísimo Franco (actualmente España), entre América y Venezuela, Somoza se dirigía hacia el centro de Asunción a bordo de su lujoso automóvil, junto con su asesor financiero Jou Baittiner y su chofer César Gallardo, cuando fueron emboscados por hombres armados que los acribillaron a balazos, aunque el elemento que definió el ataque fue el disparo de un lanzacohetes soviético RPG-2, que voló el auto en pedazos y destrozó los cuerpos que estaban en el interior.
Recuerdo muy bien lo que pasó esa mañana. Yo tenía 19 años de edad y llevaba poco más de un año trabajando como reportero aún novato en el entonces vespertino Última Hora, cuando el jefe de la sección Policiales, Arsenio Cachito Orué, gritó en medio de la Redacción: “¡Paren las rotativas…! ¡Acaban de matar a Somoza!”.
Fue la primera vez que viví el gran revuelo periodístico que produce una información así. Gritos, órdenes, corridas. Móviles con reporteros y fotógrafos siendo desplazados al lugar del atentado. Un grupo grande de redactores de otras secciones fuimos asignados para apoyar la preparación de una edición especial. A mí me pidieron que consiga las declaraciones de algunos políticos de la oposición con respecto a lo acontecido.
Ese día, Última Hora salió a las calles recién en horas del atardecer y ya había una larga cola de lectores esperando frente a la sede central, para adquirir un ejemplar. También los principales matutinos, ABC Color y Hoy, sacaron a la calle ediciones “extras”, esa misma tarde.
La cobertura de los diarios era principalmente del tipo policial, con mucho despliegue sobre el atentado, fotos y croquis, pero muy poca información y análisis sobre el contexto político. Eran tiempos de férrea censura y autocensura, y un sector de los periodistas recién empezábamos a forzar los caminos hacia un modelo de prensa más crítica e independiente.
A miles de kilómetros de distancia, en Managua, Nicaragua, otros periodistas le preguntaron al entonces ministro del interior de la revolución sandinista, comandante Tomás Borge, si sabía quiénes eran los que acababan de asesinar a Somoza en Paraguay.
-¡Fuenteovejuna…! –se limitó a responder Borge.
La pregunta apuntaba a determinar si el gobierno de la revolución sandinista había tenido alguna participación en el atentado contra el ex dictador, pero Borges encontró en la célebre obra teatral del escritor Lope de Vega, en que el pueblo de Fuente Ovejuna, en la España de finales del Siglo XV, se rebela ante la tiranía y hace justicia por mano propia, la excusa perfecta para evadir cualquier responsabilidad.
Los versos de Lope de Vega dicen:
¿Quién mató al Comendador?
¡Fuenteovejuna, Señor!
¿Quién es Fuenteovejuna?
¡Todo el pueblo, a una!
Pasarían muchos años hasta que se conozca que no fue Fuenteoejuna, sino un grupo comando del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), dirigido por el argentino Enrique Gorriarán Merlo, con estrechos lazos con el Gobierno sandinista, el que tuvo a su cargo el operativo de ajusticiamiento.
De aquella época recuerdo muchas cosas, pero principalmente los oscuros días que siguieron al atentado, con la enfurecida reacción represiva de la dictadura stronista, a la que el lanzacohetes del ERP le había abierto profundas grietas en su muro de vigilancia sobre una sociedad sometida.
Sobrevinieron días y noches con oleadas de cacerías de brujas, los famosos “operativos rastrillos”, en que bandas de militares, policías y pyragués avanzaban peinando los barrios de las ciudades y los pueblos, casa por casa, ingresando con mucha violencia a revisar viviendas, comercios y oficinas, o formaban sorpresivas barreras en las calles y en las rutas, para someter al control a personas y vehículos.
Cualquiera que resulte “sospechoso” (nadie sabía de qué) podía ser detenido al instante, sin orden judicial, y ser llevado “para averiguaciones”. Suponía una casi segura sesión de torturas en las comisarías o en las mazmorras de Investigaciones, solo por haber sido encontrado en su poder algún libro o disco prohibido. La dictadura necesitaba encontrar culpables del “bárbaro crimen terrorista” contra “el dignatario extranjero”, y la lección represiva buscaba acallar nuevos intentos de protestas contra el régimen.
Aunque, en aquellos días, las derivaciones del asesinato de Somoza se mantuvieron en la primera plana de los medios periodísticos paraguayos, en realidad poco se supo internamente acerca de quiénes y por qué mataron al ex dictador nicaragüense. La isla rodeada de tierra, en que se había convertido el Paraguay, suponía también un fuerte cerco mediático.
Mucho después, cuando finalmente cayó la dictadura, el asesinato de Somoza era ya “noticia vieja”, y gran parte de los elementos que rodearon a una historia traumática, siguieron guardados en los cofres del silencio y del olvido.
Para fortuna de quienes siempre queremos conocer la verdadera dimensión de las historias, aparecen jóvenes periodistas inquietas y perturbadoras como Mónica Zub Centeno, capaces de meter mano con osadía y valentía en los lugares donde otros no quieren hurgar, y sacar a luz verdades incómodas, por más olvidadas que parezcan.
Nicaragüense de nacimiento y paraguaya por opción de vida familiar, Mónica eligió investigar y escribir para su Tesis de Grado, con la que obtuvo la Licenciatura en Comunicación Social, en la Universidad Nacional de Misiones, sobre Somoza en Paraguay: Vida y muerte de un dictador, probablemente como un tema crucial que une la historia vital de sus dos patrias amadas, pero también como un tema que define la orientación de su verdadera vocación periodística. Es la opción de una comunicadora que maneja valores humanistas, que asume posturas críticas ante los poderes totalitarios, y que no teme investigar cuestiones candentes.
Su opción temática revela además el propósito de llegar más allá de adonde generalmente llegan las Tesis de Grado. La mayoría de los estudiantes elaboran una Tesis solo para cumplir con los requisitos académicos, agradar a los profesores, aprobar los exámenes y acceder al título de ser profesional, salir en las fotos del brindis de graduación, que durante un fugaz momento de gloria se multiplicarán en las redes sociales en internet, por más que todos aceptemos que las pocas copias lujosamente encuadernadas del trabajo escrito luego serán condenadas a dormir el sueño de los justos en los anaqueles de los archivos de la facultad y en los exhibidores de la sala doméstica.
A Somoza en Paraguay: Vida y muerte de un dictador, le espera otro destino. La densidad de la investigación realizada, la rigurosidad aplicada en el rescate de un dramático episodio mayormente silenciado, los valiosos detalles revelados, y un estilo de redacción que apasiona, convierten a este trabajo inicialmente académico en un gran reportaje, en un libro de historia periodística o de periodismo histórico.
El libro de Mónica Zub Centeno constituye un trascendental aporte desde el mundo de la comunicación, para rescatar un momento clave de nuestra historia. Es un texto que ilumina nuestra memoria, y que nos permite recorrer con más claridad los nuevos caminos y enfrentar con más convicción los muchos desafíos.

Andrés Colmán Gutiérrez